Hablando de libros y canciones
De los muchos libros que he leído tengo dos que podría considerar que me hicieron amar la lectura, el primero El libro de los insectos y el segundo Cabellos de elote. El primero era un volumen de tal vez 200 páginas, de cubierta gruesa, tipo enciclopedia o diccionario, papel maché, para que la impresión de las fotos a todo color fuera espectacular, y ¡vaya que lo eran!, en la portada si la memoria no me falla, situación que aún no ocurre con frecuencia, se podía ver la imagen de una hormiga roja, la foto “macro” develaba detalles del insecto que a simple vista, obviamente no podíamos captar, en un principio parecía aterradora, pero con el paso del tiempo, cada que mis hermanos y yo veíamos la imagen nos hacía ver una y otra vez esas páginas en donde se describía una variedad de insectos, arañas, mariposas, abejas, avispas, gusanos, escarabajos, era el único libro didáctico que teníamos en casa, además, por supuesto de los libros de texto que nos repartían en la escuela, creo que llegó un momento en que ese libro nos hizo tolerar o hasta “amar” a los insectos, porque el libro además de las maravillosa fotos, explicaba la función de esos diminutos seres vivos, del cómo mantienen el equilibrio en este mundano mundo. Ese libro viajó con nosotros por años, lo cuidamos, tanto que rayarlo era un sacrilegio, nos duró, si no mal recuerdo hasta cuando ya cursaba el tercer año de secundaria, poco a poco y casi pidiéndole permiso lo fuimos recortando, porque en las diversas tareas escolares, tanto de mis hermanos como mías, nos pedían ilustraciones, y ese noble ejemplar nos donó sus páginas, información, hasta que un día tuvimos que despedirnos de él, parece cursi, pero es la verdad, nos acabamos sus páginas, pero al menos, creo que a mis hermanos y a mí lo tenemos como un libro de referencia o bien de cabecera. Me recuerda mucho la anécdota de un misionero en un país de África, olvidó un libro, pasaron algunos años, y cuando regresó el jefe de la comunidad o tribu en la que dejó el libro, apenado se acercó entregándole, el libro todo maltratado y sucio, se disculpó, pero le dijo: la gente de la tribu lo leyó por eso está en esas condiciones, no supimos cuidarlo. A lo que el misionero le contestó me enojaría si me lo hubieran entregado inmaculado, eso sería signo que no se interesaron en siquiera hojearlo. ¡El libro cumplió su misión!
El segundo libro Cabellos de elote estaba ahí en el ralo librero que teníamos en casa, con una forro plateado, que me llamaba poderosamente la atención, ahí destacaba de los demás, había varios sobre todo de ingeniería, matemáticas, del aterrador Algebra de Baldor, para quienes las ecuaciones fueron nuestro coco, pues ahí estaba ese volumen, que insisto resaltaba, no se veía el título en el lomo, porque era necesario abrirlo para saber aunque sea cómo se llamaba y saber quién era el autor, ya estaba yo en mi primer año de secundaria cuando decidí sumergirme en esas páginas, hojas amarillentas y ese olor a libro viejo, que dicen es parecido a la vainilla, es cierto. Mauricio Magdaleno es el autor del texto que nos cuenta una historia posrevolucionaria, enmarcada en el incipiente cardenismo en Michoacán; Magdaleno retrata esa tierra purépecha, a veces bronca, en otras festiva, exuberante, mujeres hermosas, hombres leales, ahí surge una chica que es hija de una indígena y un migrante italiano, hereda los genes de su padre una cabellera rubia y una belleza inusual, ajena a esos paisajes del México que apenas sale de una larga lucha revolucionaria, ahí tienen a Cabellos de elote que era su apodo por el color de su rubia cabellera, que era asediada por propios y extraños, la historia se inoculó en mi conciencia, que yo a esa edad quería conocer Michoacán, de niño, tal vez tenía escasos 4 años fui a un balneario que se llama o se llamaba Los Azufres, pero aún no había leído el libro, el libro lo releí varias veces, cada vez descubría más cosas, y más quería conocer la tierra purépecha, claro con el paso del tiempo a ese libro se completó con esa canción que interpreta Federico Villa, Caminos de Michoacán, que para aquellos que les gusta la “beberecua” tienen que solicitarla: sí o sí. En ese paso del inexorable tiempo un día por alguna razón conocí a una linda michoacana y me dije, pues sí: Mauricio Magdaleno tenía razón al describir a las damas de ese precioso estado. Pasó mucho tiempo ya trabajaba yo de “aporreateclas” cuando en uno de esos periodos vacacionales, solo llegué a casa de mi progenitora y le dije: ahorita vengo voy a Michoacán, recorrí las calles de Morelia, fui comer carnitas, conocí más chicas, fui al lago de Pátzcuaro, me subí a la inmensa estatua de Juárez que está en la isla, degusté de unos charales capeados, con una cerveza bien fría, vi caer la tarde, y ese andar tarareaba esa canción, pero por supuesto recordaba pasajes diálogos de ese impetuoso libro, que a la postre me enteré era mi abuelo, que se lo dio a uno de mis tíos, ignoró si ellos leyeron el libro, si les causó esa curiosidad de conocer, de saber, de descubrir, eso que leí yo en esas páginas, en donde además ya había escenas de eróticas, que para un adolescente es sin duda disrruptor, ¿a poco se pude escribir de esa manera? Porque en los libros de texto, se reproducían fragmentos de lecturas de los clásicos universales, siempre cuidando las buenas costumbres, se trataba de crear buenos ciudadanos no revolucionarios, y no es que las lecturas de esos libros fueran malas, no, simplemente se trataba, creo yo de generar ese gusto por leer, fragmentos de Don Quijote de la Mancha, El Principito, Los tres mosqueteros, por ejemplo yo tengo muy presente la historia del Leve Pedro, es un cuento del argentino Enrique Anderson Imbert, una extraña enfermedad aqueja al protagonista que lo hace ser cada vez más ligero que un día se eleva y ya no puede bajar a pesar que días antes se ponía peso en los bolsillos para no volar, recuerdo la imagen de Pedro por las nubes y su esposa gritándole que bajara, hasta hace poco me enteré que en los libros de esos años Sergio Arau --cineasta, artista, cantante—ilustraba esos libros, tal vez fue él quien dibujó a la esposa del Leve Pedro enojada pidiéndole a “Piter” que bajara, tal vez fue esa lectura la que influyó que por varios años soñara que podía volar, sin parar, sin parar, ya no sueño que vuelo y extraño esa sensación que viví a flor de piel cuando abordé un ultraligero para tomar fotos por el Valle de Oaxaca. Pero volviendo a Cabello de elote, el libro sin duda cumplió su misión.
Cada 23 de abril se celebra en todo el mundo el Día internacional del libro y el Derecho de autor según la enciclopedia Wikipedia se puede consultar:
El Día Internacional del Libro es una conmemoración celebrada cada 23 de abril a nivel mundial con el objetivo de fomentar la lectura, la industria editorial y la protección de la propiedad intelectual por medio del derecho de autor. Desde 1988, es una celebración internacional promovida por la UNESCO.
Textos como los que citó justifican que se celebré al libro, y podemos caer en las frases hechas, las frases comunes, pero es cierto los libros te transportan a otros mundos, dialogas con personajes de otros tiempos, ríes, lloras, te enojas, maldices. Un día estando en la biblioteca de mi alma mater, Facultad de Estudios Superiores Acatlán, leía la historia de Colmillo Blanco del americano Jack London, reía por alguna escena de esa página y un profesor que estaba ahí mismo extrañado me preguntó estás leyendo los Diálogos de Platón, le dije: No. Le mostré el ejemplar. No sé si se decepcionó o le causó interés la obra de London, pero esos somos los bichos de bibliotecas; unos meses después intenté lee a Platón y sus diálogos, lo que me causo fue una leve migraña no risa. Al carecer del capital para adquirir libros nuevos en las librerías, me hice asiduo visitante a esa gran sala, para leer todo lo que podía. Por eso cuando unos vecinos y buenos amigos de mi calle un día los vi sacar su librero a la calle con todos los volúmenes que tenían, obviamente pregunté que iban a hacer, los vamos a tirar, ya solo esperaban que pasara el carro de la basura para deshacerse de ese compendio de hojas que solo acumulan polvo. ¡No mames! Mejor regálamelos, le dije solícito. Me vio con extrañeza, se metió a su casa, lo más probable a pedir autorización a su mamá si podía regalarlos; regresó con la encomienda: ¡Si los vas a leer va! Ya no era recomendación era reto: entonces conocí a Gustave Flaubert y su Madame Bobary, Guy de Maupassant y su Bola de sebo, a Mario Vargas Llosa y sus Cacharros y Los jefes, a Carlos Cuauhtémoc Sánchez y su Juventud en éxtasis (gusto culposo), Ray Bradbury y sus 451 Farenheit, libros de espionaje, textos de análisis religiosos, en fin esos libros pasaron darle vida a mí ya más robusto librero, que había evolucionado de ser un “trastero” a ser ahora guardián de textos universales, en un principio fueron volúmenes donados o intercambiados, uno que ocupó su espacio fue el de Carlos Bonfil Batalla, México profundo que me cedió mi tío y padrino Donato Ramírez, quien como consigna dijo: ¿Lo vas a leer?, por supuesto que lo hice. Así pues, me han prestado libros, he prestado, unos han vuelto, otros no, he hecho intercambio a veces satisfactorio en otras no, aún me arrepiento haber hecho el cambalache del libro Vampirismo y licantropía por Princesa Daisy, esté último no es malo, pero el de vampiros y lobos era una genialidad. En ese andar dije ¡por qué no!, yo también puedo ser autor de un libro y sí lo logré: Ficciones de la memoria (2018). Como dice la frase: Ten hijos, planta un árbol y escribe un libro, pero la verdadera misión es educa hijos, riega el árbol y que el libro lo lean, pues del libro sé que lo han leído, no sé si sea malo, regular o bueno, eso ya depende de los lectores (¿qué dicen los lectores? dixit Luis Enrique Suárez Camacho), y estoy en proceso de uno más, en fin dice la claridosa Rosa Montero en su texto La mayoría de los escritores que se publica en el Diario El País conmemora el día del libro “La mayoría de los autores son unos tipos marginales y muertos de hambre, sobre todo de hambre de publicación” y es que pesar de estos nuevos tiempos, lúgubres por momentos, en donde personajes como Donald Trump o Javier Milei están prohibiendo libros, a pesar de la cultura fast track en donde lo que importa es el “scrooling” es decir pasar, pasar, pasar y pasar. Aún hay quienes tiene vocación de “escribidores”, que desean ver impresa en páginas y no en pantalla, un poema, un relato, un cuento, una epopeya, existen quienes se fascinan con el olor de las páginas nuevas o de las antiguas.
Ya les mencioné de los libros que provocaron ese maravilloso vicio de la lectura, que leía cuando estaba en el metro apretujado, caminando con la posibilidad de caer en una alcantarilla, leer hasta las seis de la mañana porque querías saber qué iba a pasar con los personajes, eso me pasó con A sangre fría de Truman Capote, leí ese texto en un solo día, algo similar me pasó con la Dama de las Camelias, Alejandro Dumas Hijo, Quinceañera de Armando Ramírez, recientemente con El invencible verano de Liliana de Cristina Rivera Garza, La cabeza de mi padre de Alma Delia Murillo, en uno de tantos viajes devoré La Última tentación de Cristo de Nikos Kazantzakis, En el camino de Jack Kerouac y así puedo hacer una larga lista que se puede calificar de jactanciosa, pero de verdad cuando llegas a la última página, algo, algo ha cambiado en ti, me pasó con El Quijote, Los Miserable, Moby Dick, El conde Montecristo, Ellos hablan, Cien años de soledad, Aura, El hambre, El vampiro de la colonia Roma, Los hijos de Sánchez, El llano en llamas, De perfil, México Bárbaro, La negra Angustías y largo, largo etcétera.
Por internet circula otra frase que dice que hay que desconfiar de las personas que no tienen una biblioteca o mínimo un librero, suena un poco absurda, pero solo están ahí de adorno, acumulando polvo no sirven de nada, un libro se tiene que leer, tiene que moverse, generar ideas, es estéril que esté ahí solo de adorno, hace poco me preguntaron que de los libros que poseo los he leído, del centenar que tengo en mi habitación al menos 97 si, los otros no, porque también es válido que si un libro no llena tus expectativas nadie te obliga a leerlo a menos que sea por tarea o castigo, no, leer no es un castigo, pero les confieso que no puedo superar la página 10 del Laberinto de la soledad de Octavio Paz.
Cómo penúltima anécdota con los libros en la clase de Géneros periodísticos, Entrevista, cuando cursaba la carrera de Periodismo y Comunicación Colectiva en la FES Acatlán, nos pidieron casi como libro de texto Entrevista con la historia de la enorme Oriana Fallaci, en la biblioteca de la escuela, los volúmenes que existían nunca estaban disposición había que estar cazando el momento en que lo regresaban para solicitarlo, cosa “harto difícil”, de los 10 volúmenes si acaso no satisfacían a los casi 200 alumnos de la Facultad, por lo que el remedio era fotocopiarlo o bien comprarlo, algo también complicado porque el libro estaba agotado en las diversas librerías del extinto Distrito Federal, había que hacer solicitudes a las mismas o visitar las “librerías de viejo”, para mercarlo, en fin un día vagando por las calles de la ciudad y antes de dirigirme a clases, encontré el libro en una librerías de la calle de Tacuba, lo vi lo hojee, estaba yo extasiado por tener ese texto en las manos, pero no llevaba el efectivo suficiente para pagarlo, obviamente lamente mi situación, se la mente a la editorial, a la librería y no recuerdo a cuántos más, pero ya estando ahí a unos pasos de la salida, joven, lozano y veloz con un guardia pasado de peso, sin cámaras de por medio, bueno eso creo, me vi corriendo hasta llegar al Metro Allende, el más cercano, entrar a los andenes, con mi tesoro en las manos. Obvio solo lo imaginé, Años después supe de una película que se llama La ladrona de libros, que precisamente se basa en un libro de Markus Zusak.
En fin, ese es el poder los libros.
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